Sábado 15 de junio, 10:00 de la mañana. En la "Cidade das Artes", complejo cultural ubicado en Barra da Tijuca en Río de Janeiro, dos colas de aficionados esperaban con ansias el inicio de la entrega de los boletos para la Copa Confederaciones en esa ciudad, en especial quienes verían al día siguiente el México-Italia, el primer choque de un torneo oficial en el remozado Maracaná.
Luego de descubrir la pequeña y escondida puerta de acceso al complejo debido a los trabajos de construcción de las vías adyacentes, la confusión sería mayor para los aficionados al preguntar en cuál de las dos líneas deberían estar.
En las semanas anteriores, FIFA había enviado correos advirtiendo que debían intentar recoger las entradas con días de antelación al partido para evitar aglomeraciones, y se les sugería que anunciaran mediante una cita programada cuándo y dónde recogerían su ticket para agilizar el proceso (con la impresión previa del boleto) y evitar las largas colas que podrían tener que soportar quienes llegaran sin dicha cita.
En la "Cidade das Artes"había en efecto dos colas: una increíblemente larga y una muy corta (de 15 personas quizás a esa hora de la mañana). La confusión de quienes sí hicieron la cita era lógica: ellos tenían la fila más larga. Y una vez que los aficionados de la fila corta recogían su entrada y bajaban las escaleras mecánicas para salir, recibían un abucheo de quienes aceptaron el consejo de los organizadores y encontraron esa decepcionante sorpresa.
Este fue uno de los varios ejemplos que dejó el arranque del torneo en Río de Janeiro de algo que al final puede determinar el éxito o fracaso de los organizadores: nunca subestimar la magnitud de un Mundial. La verdadera importancia de la Copa Confederaciones radica precisamente en este aspecto logístico: es el mejor ensayo para lo que sucederá un año después.
Desde que la FIFA convirtió a este torneo irrelevante en una prueba para el país organizador del Mundial, ha logrado asegurar el correcto desempeño de la nación sede de la magna cita.
Alemania olvidó la vergüenza de la falla en el techo del estadio de Frankfurt en 2005 para ser quizás el mejor anfitrión de la historia de los Mundiales en 2006. Suráfrica, entre tantas dudas, ajustó lo que necesitaba en la Confederaciones para terminar sorprendiendo a muchos en 2010.
Si Brasil se queda con la impresión de que su única preocupación ahora son las protestas en las calles, podría sufrir mucho más en 12 meses. Porque el aficionado visitante también puede tornarse violento si las condiciones de seguridad no son las correctas. Y porque muchos otros viajeros, más que temerosos por las revueltas, pueden asustarse por los elevados precios de los hoteles y traslados en el país anfitrión, otra forma de fracaso que en pequeña medida sufrió Suráfrica hace tres años.
Dentro y fuera del estadio. Ver al Maracaná es ser testigo de la historia del fútbol. Llegar a sus puertas es completar un peregrinaje futbolístico. Y la nueva cara del estadio es uno de los argumentos que permite pensar que Brasil está listo para el Mundial. Adentro, el recinto poco tiene que envidiarle en comodidad y servicios a los extraordinarios estadios alemanes y surafricanos que albergaron los partidos de los dos Mundiales previos. Sin embargo, afuera el panorama cambia, y no se trata solamente de los trabajos urbanísticos y de paisajismo que no han sido concluidos alrededor del Maracaná. En los días de partidos, el comité organizador local dispuso que los aficionados utilizaran una de las tres estaciones de Metro que permiten caminar hasta el estadio: Maracaná (la más cercana), Sao Cristovao y Sao Francisco Xavier. Dependiendo del lado de la tribuna en el que estaba, el fanático debía llegar e irse por la estación asignada, de acuerdo con lo indicado en carteles distribuidos en todas las estaciones del Metro.
Sin embargo, una vez que el aficionado llegaba al estadio, nadie se cercioraba de que realmente había utilizado la estación programada. Esto produjo que al concluir el México-Italia, la gran mayoría de los 73.000 asistentes decidieran irse a la estación más cercana, Maracaná, y la impresionante aglomeración de personas produjo una peligrosa procesión multitudinaria de más de una hora por una pequeña pasarela y una escalera improvisada que puso a prueba la paciencia de la gente y de los efectivos policiales que intentaron guiar al público a salvo a las puertas del Metro, no sin antes cruzarse todos con un grupo de los manifestantes que ya se han apoderado de las calles en esta Copa Confederaciones.
Más que fútbol. Brasil es una de las potencias económicas de América y el planeta, y en su esfuerzo por querer demostrar su progreso acaparó las principales competencias deportivas del momento. Después de la Copa Confederaciones vendrá el Mundial 2014 y luego los Juegos Olímpicos en Río de Janeiro en 2016, sin contar la Copa América que le tocaba en 2015 y que cambió con Chile para poder postergarla hasta 2019. Pero para poder salir airoso de este reto organizativo, no basta la gran cantidad de dinero que han gastado en instalaciones deportivas.
En el caso del Mundial, Brasil deberá tomar nota de la afl uencia de aficionados que tendrá y que será muy superior a lo que ha visto en la Confederaciones. Justo antes de comenzar el torneo, el aeropuerto Guarulhos de Sao Paulo fue cerrado durante algunas horas una mañana por condiciones climáticas adversas y esto generó un caos en buena parte de los vuelos internos ese día en Brasil, en especial entre esta ciudad y Río de Janeiro, a pesar de contar con dos aeropuertos en cada una de estas inmensas urbes.
La extensa geografía de esta nación, que minimiza las posibilidades de realizar traslados terrestres rápidos y cómodos, los altos costos y la reducida oferta de vuelos domésticos pueden complicar la movilidad de la gran cantidad de aficionados que recibirá Brasil en un año, pues este Mundial tendrá un atractivo especial para sus visitantes, ya que muchos de ellos estarán más interesados en conocer el país que en el evento en sí.
Por eso no hay mejor advertencia que la Copa Confederaciones, un torneo hecho para evitar futuras decepciones. Y Brasil hoy debe escuchar cada protesta y queja para corregir a tiempo, pues a FIFA le importará esto mucho más que una debilitada imagen política.
A considerar
Brasil es un gran anfitrión por su historia y cultura futbolística, y la pasión de su gente por este deporte, palpable y contagiosa en cada una de sus calles y playas, donde juegan con un balón en la arena hasta casi la medianoche. Su poder económico le permite asumir una tarea que hoy en día cada vez menos países pueden completar.
El atractivo incuestionable como destino turístico también hace prever una masiva asistencia a sus sedes. Pero Río de Janeiro y Sao Paulo, las ciudades más solicitadas, podrían verse superadas en sus servicios públicos y alojamientos por la avalancha esperada. De cómo se comporte la industria hotelera y de transporte en el próximo año puede depender en buena parte el éxito del torneo para los viajeros.
(Nota escrita para la edición 24/6 de El Nacional)
lunes, 24 de junio de 2013
La prueba que Brasil quiere superar en la Copa Confederaciones
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